Época: Siglo XVII: grandes
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1660

Antecedente:
Siglo XVII: grandes transformaciones
Siguientes:
El reformismo de los Köprülü



Comentario

Durante más de un siglo el Imperio otomano había mantenido una situación preponderante. Sus posesiones llegaban en Europa hasta Hungría central, había arrebatado el Asia Anterior a Persia, y por el norte de África su área de influencia incluía Trípoli, Argel y Túnez. Sin embargo, el esplendor escondía factores de debilidad que iban a provocar una lenta pero inexorable decadencia. La figura del gran visir fue reforzando posiciones en detrimento del sultán, que se vio cada vez más envuelto en luchas internas por el poder de las diversas facciones que intentaban acaparar ese cargo. La inexistencia de una línea sucesoria clara, como en los demás imperios musulmanes, dio lugar a conspiraciones y enfrentamientos entre banderías. El mantenimiento de los príncipes en el serrallo, sin educación ni experiencia política, con el objeto de no propiciar demasiadas candidaturas al trono y controlarlos mejor, trajo como resultado las mismas disputas dinásticas, pero con príncipes poco cualificados, a veces absolutamente ineficaces y dominados por conspiraciones de harén. Los sultanes se mantuvieron alejados de su pueblo, encerrados en palacio, sin encabezar el ejército ni presidir el Consejo de Visires. La rivalidad entre hermanos por el trono solía terminar en el asesinato de los que perdían.
La lucha por el poder entre sultán y gran visir dio lugar a la excesiva movilidad en este puesto y, por tanto, a la debilidad del gobierno. A ello contribuía el deterioro de las instituciones que habían reforzado el poder del sultán, descompuestas en múltiples facciones enfrentadas. Por otra parte, el ejército jenízaro tampoco era el mismo que con su disciplina y ferviente fe había conquistado tan amplios territorios. De un lado, los puestos de mando del imperio, hasta entonces de marcado carácter militar, pasaban a manos de letrados, los "efendis", en muchas ocasiones de origen extranjero, a los que no se les exigía su conversión a la fe musulmana; estos letrados, que habían iniciado su carrera como traductores, eran más proclives a la diplomacia que a la guerra. De otro, cuando había que ir al combate, el ejército se mostraba más inclinado a buscar su medro personal que el servicio del sultán. Finalmente, los "timars", feudos concedidos como premios a los militares, se habían convertido en hereditarios, transformando a los guerreros en señores acomodados no muy proclives a aventurarse en empresas en las que ya no necesitaban ganar nada personalmente.

La descentralización del Imperio, por último, era excesiva, no habiendo nunca conseguido el poder turco asimilar a los pueblos conquistados, que permanecían ajenos y con el pago de tributos como población inferior, sin integrarse a través de la cultura o la lengua. El resultado fue un nulo sentimiento de lealtad a un poder extranjero, sin ningún vínculo de pertenencia a un mundo común, lo que en determinados momentos propiciaría levantamientos o rebeliones y siempre un latente deseo de independencia que acabaría minando al Imperio.

A esta situación no era ajena la penosa situación financiera del Imperio a fines del siglo XVI, la cual, además de obligar a devaluaciones monetarias, créditos desmesurados y enajenación del patrimonio del sultán, animaba a vender todos los cargos públicos posibles. Administración, ejército, imanes, profesores, jueces, todos los puestos se compraban con dinero y, por tanto, se accedía a ellos por las posibilidades económicas, desanimándose el esfuerzo y el trabajo personal. Durante el reinado de Amurates IV desapareció al fin la costumbre de reclutar a los jenízaros entre los cristianos, cambiándose esta práctica por la venta de los cargos, con el resultado de un ejército compuesto de soldados que rehuían la batalla e incluso desertaban llegado el momento. Por otra parte, los impuestos sobre las poblaciones eran cada vez más abusivos y fomentaban las insurrecciones.

Tras la caída de Mohamed Sokukllu (1565-1579), el gran visir perdió su posición dominante en provecho del harén durante el período conocido como "sultanato de las mujeres". La veneciana Baffa, mujer de Amurates III y madre de Mohamed III, fue quien controló entonces la situación. Ahmed I, aun desembarazándose de ella, sería incapaz de dominar el gobierno, siendo reemplazado por sus ministros.

Al poder de las mujeres sucedió el de los cabecillas de los jenízaros, los Agas, que incluso asesinaron al joven Osmán II (1618?1622) cuando decidió establecer reformas que frenasen la corrupción y afirmasen el poder del monarca. La preponderancia de los Ags se mantuvo durante los reinados de Mustafá I el Imbécil (1622-1623) y Amurates IV (1623-1640), a pesar de que Kösem, la reina madre, se mostró con mucha autoridad en los primeros momentos, antes de verse desbancada por los jenízaros, que aprovecharon en su favor las abundantes revueltas campesinas.

El desorden que se extendía por el Imperio llegaba hasta la Corte, donde los enfrentamientos familiares causaban la desaparición por asesinato de la mayor parte de los candidatos al trono. Al anterior sultán le sucedió su hermano, Ibrahim I (1640-1648), que sólo tenía a su favor ser el único superviviente; por lo demás, fine un monarca débil, cruel y dominado por las mujeres, que acabó también por ser asesinado. Le sucedió un niño, Mohamed IV (1648-1687), cuya minoría estuvo dominada por las disputas entre su abuela y su madre, la atomización de los poderes locales y el descontento generalizado.

Todo ello explicaba la evidente decadencia en aquellos tiempos difíciles en los que, a la enemiga tradicional del Imperio persa, del Sacro imperio y de Polonia, se unía la expansión rusa, dando lugar a la llamada "cuestión de Oriente", que se prolongaría hasta el siglo XX. A esta difícil situación habría que añadir el impacto de la expansión colonial inglesa y holandesa, que dañaría al comercio otomano, tanto en su vertiente mediterránea como pérsica. Enemigos en demasiados frentes como para poder ser detenidos por un Imperio debilitado por las divisiones internas.

No obstante, la importante maquinaria militar levantada por los otomanos fine capaz de mantener todavía una apreciable política exterior, aunque cada vez con más dificultades. A fines del Quinientos se establecieron treguas frecuentes con la Monarquía española que serían la base de una paz duradera entre ambas potencias, las dos con intereses apremiantes en otras zonas. El tradicional enfrentamiento con los Habsburgo había provocado que en 1593 éstos ocupasen gran parte de Hungría central y Rumanía, aunque la alianza con el húngaro rebelde Esteban Bocskay cambiaría momentáneamente las tornas, permitiendo a los turcos llegar de nuevo a las puertas de Viena. En la frontera oriental, por el contrario, la subida al trono persa del gran Abbas I supuso un gran peligro para la Sublime Puerta. En 1603 el soberano sefévida le arrebató Azerbaidján y el Cáucaso, que Amurates III había conquistado en 1590, y en 1638 Bagdad e Iraq central, aunque en ese mismo año fueron recuperadas estas regiones y por el tratado de Kasr-i Sirin (1639) se fijó la frontera entre ambas potencias.